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La leche (en latín: lac) es una secreción nutritiva de color blanquecino opaco producida por las células secretoras de las glándulas mamarias de los mamíferos, incluidos los monotremas.​​​​ Su principal función es la de nutrir a las crías hasta que sean capaces de digerir otros alimentos, además de proteger su tracto gastrointestinal contra patógenos, toxinas e inflamación y contribuir a su salud metabólica regulando los procesos de obtención de energía, en especial el metabolismo de la glucosa y la insulina.​ Esta capacidad es una de las características que definen a los mamíferos. Es el único fluido que ingieren las crías de los mamíferos (niño de pecho en el caso de los seres humanos) hasta el destete. La secreción láctea de una hembra en los días anteriores y posteriores al parto se llama calostro.
Las leches de algunos de los mamíferos domésticos (de vaca, principalmente, pero también de búfala, oveja, cabra, yegua, camella, alce, cerda y otros) forman parte de la alimentación humana corriente en algunas culturas, base de numerosos productos lácteos, como la mantequilla, el queso y el yogur, entre otros.​ Es muy frecuente el empleo de derivados de la leche en las industrias agroalimentarias, químicas y farmacéuticas, como la leche condensada, la leche en polvo, la caseína o la lactosa.​ La leche de vaca se utiliza también en la alimentación animal. Está compuesta principalmente por agua, iones (sal, minerales y calcio), glúcidos (lactosa), materia grasa y proteínas.​ Hay evidencias de que, además, en la leche de casi todos los mamíferos (incluidos los humanos) se pueden formar por rotura de las caseínas péptidos bioactivos denominados casomorfinas, que actúan como agonistas de los receptores de opioides, mimetizando el efecto biológico de la morfina. La suposición de que una de ellas, la β-casomorfina-7 está implicada en el desarrollo de autismo o enfermedades cardiovasculares carece de evidencias científicas.​La leche de los mamíferos marinos, como las ballenas (por ejemplo), es mucho más rica en grasas y nutrientes que la de los mamíferos terrestres.​
Una parte de la población presenta intolerancia al azúcar de la leche (la lactosa). Puede ser de origen genético (intolerancia a la lactosa primaria) o debida a enfermedades que dañan el intestino delgado (intolerancia a la lactosa secundaria o adquirida). Cualquier persona con intolerancia genética cuyo intestino está sano es capaz de consumir al menos 12 g de lactosa en cada comida (la cantidad contenida en una taza de leche) sin experimentar ningún síntoma o solo síntomas leves.​​​​ El consumo de productos lácteos por parte de personas con intolerancia a la lactosa no produce daños en el tracto gastrointestinal, sino que se limita a molestias digestivas transitorias.​​​ Las reacciones a cantidades más pequeñas de lácteos no se explican por una intolerancia de tipo genético, sino que indican la existencia de una enfermedad intestinal no diagnosticada (principalmente la enfermedad celíaca y la sensibilidad al gluten no celíaca) o alergia a las proteínas de la leche.​​​​​ Etiquetar a una persona simplemente con intolerancia a la lactosa sin realizar un exhaustivo estudio incluyendo todas las pruebas médicas necesarias, provoca con frecuencia largos retrasos en el diagnóstico de enfermedades subyacentes graves, causantes de la malabsorción de lactosa, la más frecuente la enfermedad celíaca.​

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